Un muchacho, buen muchacho… (Parte 1)

Foto: Augusto I. Zavala O.

Autor: Manuel Campos

“Un muchacho, buen muchacho, dos muchachos mal muchacho, tres muchachos, no hay muchacho...” Era una de las expresiones de mi abuelito César Emilio.

Mi abuelito César Emilio era un hombre educado en la escuela de la disciplina, orden, cumplimiento de responsabilidad, cortesía. Y lo vivía así cada momento de su vida.

Mi abuelito fue un hombre distinguido. Escrupuloso en su actuar. Cortés en sumo grado con los demás. Cuidadoso en su vestir. Su indumentaria era constante, en día de fiesta o trabajo: camisa limpia, chaleco, pantalón de vestir. Aunque estuviese de viaje, a él siempre lo hemos visto vestido rigurosamente. En su chaleco tenía un bolsillo donde guardaba su reloj atado con una cadena de plata a uno de los ojales. Era vistoso observar su cadena que hacia una curva entre el ojal y el bolsillo. Para ver la hora, mi abuelito, seguía un ritual de poner la mano entre la cadena, sacar el reloj en la palma de su mano, presionar un botón que habría la tapa del reloj, y, orgullosamente leía la hora del día para quien le requiriese.

Mi abuelito había asistido por tres años a una escuela secundaria en Lima, la escuela de los Salesianos donde había estado interno. Esos días son los que forjaron su disciplina, orden y otras cualidades con las que él vivía su vida. Cuando regresó a Quipán trajo consigo las emociones que había adquirido en la escuela.

Y como patriarca de la familia, él dirigía al resto a que cumplieran con sus obligaciones, a tiempo, con responsabilidad, con dedicación, con esmero. El así cumplía sus responsabilidades y así esperaba que todos cumpliesen con las suyas.

Mi abuelito se dedicaba a la compra y venta de ganado: vacas, ovejas, cabras. Las compraba en Quipán y en pueblos cercanos, y cuando tenía una cantidad suficiente, los llevaba caminando hacia Lima. Una travesía que según contaba, le tomaba tres días. En Lima tenía sus lugares donde vender los animales. Permanecía un corto tiempo haciendo algunas compras para la casa o para amigos, y luego regresaba a Quipán, igualmente caminando.

Era y es admirable, que sus viajes él los hacía algunas veces en compañía de amigos, muchas otras solo. Algunas veces acompañado del perro de la casa. Y caminaba por lugares solitarios llevando su mercadería: sus animales. Tenía un chicote, que usaba para hacer sonar y guiar con ellos a los animales. El tenía fe en su chicote, y llevaba a todo lugar, casi como parte de su indumentaria. Admirable como manejaba todo con algo tan simple.

Cada vez que llegaba de sus viajes, el tenía la minuciosidad de contar detalladamente los pormenores de su viaje. En las noches oscuras, luego de la cena, nos deleitaba con narraciones de su viaje, las personas a quienes encontró en el camino, las conversaciones que tuvieron, las experiencias en Lima. Me encantaba escuchar lo concerniente a Lima, una ciudad misteriosa, fantástica, fascinante, con teatros, exposiciones, establecimientos comerciales, parques, zoológico. Era fascinante escucharlo, y él se deleitaba haciendo reportaje de lo por él visto.

En una de las veces que regresó a Quipán, al día siguiente de su llegada, le dice a mi abuelita Rosa: “hija, hoy quiero comer unas papitas amarillas sancochadas y acompañadas de cachipa. Durante mi viaje se me ha antojado.” Mi abuelita, quien le tenía un respeto sumo, así como todos los demás incluyendo sus hijos y nietos, le contestó diciendo que lo haría con mucho gusto, pero le hizo notar que en el momento no había en la casa papas amarillas.

En nuestro día normal, siendo sábado, Francisco y yo teníamos programado, luego de las clases de la mañana, ir a pasar la tarde en Ireycha, donde mi tía Milita estaba atendiendo los cultivos. Permaneceríamos allí la tarde y noche del sábado, todo el día domingo hasta el lunes en la madrugada en que juntamente con otros estudiantes regresábamos al pueblo antes de que amaneciera. Era una idea que siempre la encontrábamos muy grata. Tendríamos la oportunidad de caminar por planicies bonitas, ver los cultivos. Tendríamos conversaciones largas luego de la cena en nuestras camas al aire libre con cara al cielo negro y estrellado. Mi tía Milita siempre se esmeraba en prepararnos lo que nos gustaba comer. Acompañado a todo esto estaba la sensación de encontrar en Ireycha un lugar de clima templado, muy agradable. Naturalmente nos gustaba y aceptábamos el rigor y disciplina de vivir con mis abuelitos, pero a la verdad, tener momentos donde no tengamos que estar a la expectativa de sus órdenes era sumamente apetecible. Nuestro día estaba planeado y lo esperábamos con alegría. Tan pronto regresamos de la escuela, almorzamos rápidamente, alistamos nuestras cosas que debíamos llevar anticipando el momento de ir a Ireycha. Al vernos mi abuelito nos dijo con naturalidad, como era su forma de expresar sus pensamientos, “quiero que vayan a Conchococha a traer papas amarillas del corral al lado del eucalipto”. En esas épocas no era permisible hacer preguntas, observaciones, mucho menos reclamar. Las palabras de mi abuelito se respetaban sin objeción. Este viajecito a traer las papas nos ha de robar tiempo de nuestro viaje a Ireycha, pero al menos no nos ha cortado el plan.

Sin objetar, Francisco y yo salimos en dirección a Conchococha. De nuestra casa se llega al final de la calle donde se encuentra el edificio que con el tiempo se convirtió en la planta eléctrica. Volteando a la derecha está el camino que por una parte lleva a “Cruz Grande” continuando a Huamantanga y más allá. Nosotros caminamos una corta distancia y al encontrar el camino que lleva a Alpallaní, la represa y luego a Conchococha, tomamos ese camino. Era un camino que lo hemos andado muchas veces, era un camino con una tierra arenosa. Caminando en la misma dirección encontramos con Ángel y Julio un poco mas adelante, y al vernos nos esperaron y entonces ya los cuatro caminamos juntos. Ellos igualmente tenían actividades que hacer pasando Conchococha.

En el camino la conversación se hizo amena. Las paredes al lado del camino forman un pasadizo como una calle. Julio se sube a una de las paredes y camina sobre tal. Nosotros igualmente lo hicimos. Éramos cuatro que caminábamos por las paredes, saltando alegremente al camino y volviendo a subir a otra. Saltamos de la pared al camino lo hacíamos tomando impulso como para volar. Y repetimos este proceso un número de veces durante nuestra travesía. Más tarde llegamos a la represa donde uno camina por sobre sus paredes, unas paredes anchas, y al final se llega a la esquina de la represa y el camino continúa por sobre una roca enorme. Es un pasadizo estrecho que lo hemos caminado siempre. No se nos ocurrió pensar que el paso sobre la roca era solamente un pasadizo estrecho formado por el andar sobre la roca, inclinado, que si uno no tuviese cuidado podría resbalar al agua de la laguna. Ángel pasó primero y luego siguió Francisco, y mientras Francisco manejaba sobre la roca Ángel hace repentinamente un sonido con sus manos lo que hace que Francisco casi pierda el equilibrio, pero se recuperó y continuó sin incidente. Luego fue mi turno, pero ya sabia de la intención de lo que había antecedido y cuando hicieron el sonido yo no tuve dificultad en continuar mi camino y así caminamos los cuatro. Fue agradable la conversación y la risa recordando lo que lo pudo haber pasado a Francisco si cayese al agua, que de paso no es una altura grande que caer y la represa misma no es tan profunda, así que el peligro es mínimo, solamente mojarse. Julio dice, “hemos caminado tantas veces por aquí, que uno puede hacerlo corriendo...”. Pruébalo, dijimos los demás. Y Julio, va al otro lado de la represa, toma velocidad y efectivamente empieza a cruzar corriendo, y lo hizo completamente. “A que no pueden hacerlo ustedes”. “Como que no”. Y así los tres restantes de uno en uno hicimos la misma travesía, sin dificultades. Luego nos sentamos por un momento en la parte alta de las rocas, desde donde se puede observar la planicie de Conchococha y el corral de mi abuelito.

Sentados en el camino, conversamos por un buen rato para luego continuar al corral con eucalipto. El día transcurría tan bonito, la conversación amena, el ambiente perfecto.

(Continuará...) 

Foto: Augusto I. Zavala O.


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