Viajando de San José a Quipán
Autor: Manuel Campos Badillo.
Mis padres fueron maestros de educación primaria. Mi papá nació en Quipán, mi mamá en San José. Durante los años de mi niñez el tiempo lo compartíamos en dos partes: el año escolar, de abril a diciembre, en Quipán y las vacaciones en San José. El año escolar empezaba el 1 de abril, así que una semana antes viajábamos de San José a Quipán.
Durante esos días de los años 50, para trasladarnos de un pueblo a otro lo hacíamos a pié por caminos de herradura. Era nuestra forma normal de viajar, y no teníamos ninguna dificultad en hacerlo. Era tan natural como tomar una taza de leche calientita recién ordeñada, con su cancha flotando, al lado de las vacas y terneros.
Nuestro viaje empezaba muy de mañana en el pueblo de San José, por el hermoso camino entre la plaza, la iglesia y la cruz a la salida del pueblo. El camino era ligeramente plano por la primera parte de nuestra travesía para más tarde ir descendiendo hacia la quebrada de Huarimayo. Generalmente llevábamos nuestras cosas en burros y nosotros caminábamos. Eran los años de niñez, la vida empezaba, era el amanecer en mi existencia.
El camino, a veces un
poco ancho, otras veces menos, lo suficiente para caminar de uno en fondo, iba descendiendo
pendientes hacia la quebrada. Habían partes planas afirmadas con el paso de
transeúntes acompañada de partes con rocas, a veces plantas, otras veces
terrones y hendiduras que el agua a causado en la tierra. Nos habíamos
acostumbrado a ese tipo de caminos y los navegábamos con naturalidad. Era
interesante ver como uno automáticamente guiaba los pies a lugares planos,
evitando las rocas y desniveles. A veces se podía caminar por una buena trocha
en un camino limpio, semi plano, otras veces habían rocas, hendiduras y yerbas.
Arbustos al lado del camino formaban un pasadizo por donde transitar. El agua
de las lluvias caía intermitentemente durante esos días de marzo, los caminos estaban
con barro y todo el ambiente mostraba un verdor muy bonito.
Se podía ver al lado
derecho el cerro alto e imponente que en su parte alta nos llevaría a Shihua, y
a nuestro lado izquierdo la quebrada por donde corría el río Chillón. En esos
días de niño, yo miraba al río Chillón, lo veía barroso, me parecía del color
del delicioso chocolate que mi mamá preparaba y nos servía de su tetera de
loza. Bordeando al Chillón corría la carretera a Canta por donde uno veía
transitar camiones que haciendo ruido estruendoso viajaban misteriosamente a
lugares para mi desconocidos.
La neblina en la parte
baja del pueblo, en el valle, formaba un fondo impresionante. Parecía un lecho
de algodón blanco, delicado y suave al que uno con mucho gusto quisiera dar un
salto y caer livianamente al colchón gigante. De cuando en cuando las nubes
dejaban un espacio a través del cual el sol pintaba la naturaleza con un color
dorado.
En el camino se encontraban a personas llevando o trayendo sus vacas, ovejas, yendo o regresando de atender a sus cultivos. Seguimos caminando en bajada hacia la quebrada de Huarimayo. Era agradable hacer esa caminata. Llegar al río era nuestra primera meta. Haciendo un alto construíamos un campamento instantáneo.
Buscábamos leña que
la encontrábamos con facilidad entre arbustos alrededor. Se arreglaban piedras para
hacer el fogón donde cocinar. En nuestro equipaje traíamos una tetera y olla de
aluminio. En la olla se ponían a sancochar papas, y en la tetera agua para el
café, te o chocolate. Mi mamá llevaba cancha, pan, queso, torrejas, galletas de
soda y galletas de agua. Pronto estaría el fuego en su esplendor y sentiríamos
el ruido melodioso, rítmico y atractivo del agua hirviendo. El sabor de las
papas sancochadas, acompañadas de torrejas, junto con una taza de chocolate era
mi delicia. A veces teníamos ají molido con queso, huacatay y sal. Era muy
grato tomar ese desayuno al aire libre, en el río.
Mis padres fueron para nosotros, sus hijos, una enciclopedia rodante. Durante nuestro caminar en cualquier lugar, en cualquier momento siempre teníamos a lado una escuela viajando con nosotros. Mis padres amaban la educación y tenían un talento único para explorar pensamientos, debatir ideas, encontrar o buscar explicación del porque de las cosas. Era fascinante escucharlos, tenían siempre algo que describir, algo que contar, algo que enseñar. Era nuestra bendición tener una escuela siempre a nuestro lado. Mis padres formaron una pareja ideal, un dúo perfecto en el que el uno vale por el otro y viceversa. Eran la quintaesencia de colaboración y entendimiento mutuo. Era natural que uno de los dos empezase una conversación acerca de algún tema y el otro lo acompañase, agregando pensamientos a lo expresado, en un ir y venir de participaciones, como si se hubiese planificado el objetivo de estudio para ese momento. En esas conversaciones aprendimos acerca de aves, plantas, historia, geografía, aritmética todo ello sin pensar que estábamos trabajando, sin esfuerzo, disfrutando del momento y la naturaleza.
Terminado el desayuno reanudábamos nuestro viaje, no sin antes apagar por completo el fuego y dejar limpio el lugar tal como lo encontramos. Nuestro caminar continuaba por una zona plana por una distancia, para luego empezar a subir el camino en zigzag. Era un ir, llegar a una curva y continuar en dirección contraria ida y vuelta. Luego de un par de horas llegábamos a Huaripa. El ambiente cambiaba, la superficie era una ligera planicie en dirección a Huamantanga. La tierra se hizo más lodosa, la arcilla mas abundante. El agua de las lluvias la ponía pegajosa, era necesario caminar buscando lugares que estén más secos o piedras que puedan soportar nuestro peso sin resbalar. Los animales dejaban sus orines en cualquier lugar, incluyendo los caminos, lo cual daba al ambiente un tinte aromático especial; era el olor a los caminos, en ese ambiente húmedo bajo un cielo azul adornado con retazos de nubes.
En el camino encontrábamos, yendo en dirección opuesta a la nuestra, a otras personas con sus pertenencias a la espalda o llevando burros con carga. Mis padres parecían conocer y ser conocidos por mucha gente, y era común detenernos y entablar una breve conversación con los transeúntes. Todos muy amables el uno con el otro, luego de algunos comentarios y risas compartidas, continuábamos nuestro camino.
Un tiempo más tarde
se podía apreciar el pueblo de Huamantanga. Continuando encontramos un manantial
a la entrada de una alameda que conducía al pueblo. Al final de la alameda,
hacia la derecha una de las calles conducía directamente hacia la plaza.
Subiendo una calle con ligera pendiente nos encontramos con una hermosa plaza
con su iglesia y monumento al coronel Villegas. Las casas alrededor de la plaza
tenían una apariencia especial, me parecían diferente a las que veía en otros
lugares, tenían paredes mas anchas.
Mis padres tenían una
visión panorámica del mundo y en mi forma de ver me hacían sentir que ellos sabían
todo y todo lo que decían era la esencia del saber. Llegando a la plaza de
Huamantanga, pronto estábamos escuchando narraciones de sucesos durante la
guerra con Chile. Escuchamos del general Cáceres quien hacía defensa heroica de
nuestro suelo nacional, escuchamos del avance chileno hacia Huamantanga y como
allí los peruanos lucharon arduamente, dejando en alto, muy en alto, el honor
de la bandera peruana. Vimos como por esos mismos sitios donde ahora
caminábamos, el coronel Villegas al mando de defensores peruanos hizo frente a
los chilenos, vimos como el destino nos quitó a un héroe nacional y como los
chilenos capturaron al coronel Villegas y en un momento triste, una nota álgida
para la historia peruana, en la plaza lo ejecutaron. El busto al coronel
Villegas está al costado de la iglesia recordándonos por siempre de su heroica
participación juntamente con los defensores peruanos.
Nos contaron la
hermosa leyenda del Señor de Huamantanga. Escuchamos absortos como un
carpintero apareció en uno de los caminos por donde una comisión se dirigía a
Lima en busca de un carpintero para trabajar en la iglesia, y como es que el
carpintero hizo tan hermoso trabajo que ahora se conserva en el altar de la
iglesia.
Mis padres eran
conocidos en el pueblo de Huamantanga, y nuestro pasar estaba adornado con
saludos de personas quienes muy amablemente conversaban con mis padres
mezclando bromas en ameno intercambio. Mi papá y el maestro Leoncio Aguilar, director
de la escuela de varones de Huamantanga, habían sido compañeros de aula en el
colegio Guadalupe, y habían formado una amistad que les duró toda la vida. Mis
padres fueron padrinos de bautizo y confirmación de los hijos del maestro
Leoncio Aguilar, y el maestro Leoncio Aguilar y su esposa Rosita fueron
padrinos de bautizo y confirmación de nosotros.
Frecuentemente amigos
de mis padres nos invitaban a sus casas a tomar un café con pan con queso, comer
cancha con queso, o tomar una sopa de habas con trigo.
Cuando caminamos por
las calles de Huamantanga, me atraía enormemente ver un carro ya oxidado,estacionado
al lado de una casa. Habría sido el primer vehículo motorizado que algún amante
de la tecnología habría llevado al pueblo de Huamantanga. Imaginaba verlo
llegar desarmado en partes, a lomo de burros, para posiblemente re-armarlo en
el lugar donde ahora se encontraba. Me preguntaba si alguna vez este vehículo
caminó por si mismo en las calles, y la admiración que debe haber causado tal evento.
Continuábamos en
dirección a Quipán. A la salida del pueblo está otra cruz al lado del
cementerio. Al subir una pequeña colina ya estamos viendo, a la distancia,
terrenos de Quipán. Poco tiempo más tarde llegamos al riachuelo que forma la
división entre Quipán y Huamantanga. El cansancio de la caminata se hacía
sentir, llegar al río de Hucanán era muy grato. Tras refrescar la cara y
cabeza, tomar agua fresca seguimos adelante. El camino es más plano con una
ligera pendiente que nos llevaría por Nononcocha, donde se encuentra el corral
de mis abuelitos, seguimos a Zepita entre corrales y chacras de Quipán.
En esta época de
marzo, las lluvias caían intermitentemente acompañando nuestro viaje. Los
campos estaban adornados de vegetación lozana mostrando el vigor y energía de
la nueva vida, del nuevo amanecer anual de la naturaleza. Daba gusto ver la
extensión de tierras formadas como un mantel finamente trabajado con adornos
florales. Luego de caminar un camino algo plano, se sube una ligera pendiente
llegando a “Cruz Grande” desde donde se puede ver el magnífico pueblo de
Quipán, nuestro destino.
Mis abuelitos y mi
tía Luzmila, tía Milita, nos esperaban. Luego de descargar los burros, hacer
los arreglos de llevarlos a pastos, y otras pequeñas actividades, mi tía Milita
y abuelitos tenían la comida lista para recibirnos.
Luego de la cena nos fuimos a nuestra casa al lado de la casa de mis abuelitos, nuestro dormitorio estaba en el segundo piso subiendo por una escalera construida pegada a la pared. Para entonces ya mi mamá había arreglado nuestras camas y un lecho acogedor nos esperaba. El sueño llegaba dulce y reparador. Habíamos llegado a Quipán para empezar el año escolar.
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